Las cifras de negocio que se mueven en el ciberespacio han adquirido proporciones de vértigo. Como muestra, la facturación de Amazon el año pasado, que superaba los 100.000 millones de $ o la de Alibaba en una sola jornada, el pasado día de los solteros en China, que alcanzaba 14.300 millones de $, lo mismo que el Corte Inglés durante todo el año anterior.

Además, junto a las operaciones de comercio electrónico, que llevan aparejado  un tráfico físico de mercancías, han adquirido una importancia creciente operaciones que nacen y mueren en la nube, careciendo de soporte material, y que mueven enormes flujos monetarios entre millones de usuarios de distintos países.

Y no hablamos solo de contenidos en principio inocuos, como la venta de música o apps, sino de aspectos como el juego o el contenido para adultos, que encuentran en Internet el medio perfecto para su desarrollo. En este sentido, la Brigada de Delitos Telemáticos de la Guardia Civil ya advertía en un informe de 2012 que las apuestas por internet «generan un potencial creciente para el blanqueo de capitales y otras actividades delictivas» y de la falta de regulación efectiva que permita la lucha contra esas prácticas.

Existen además operaciones sobre las que la ausencia de referencias oficiales es casi absoluta, como el trading o intermediación de contenidos digitales, donde los operadores canalizan el tráfico web desde consumidores a proveedores de contenidos a cambio de una comisión. En suma, asistimos a un escenario en que los negocios en la Red están adquiriendo una madurez y sofisticación a la que no pueden permanecer ajenas las autoridades monetarias.

Hace pocos días, me comentaba un operador de tráfico en Internet que habían tenido que abandonar sus operaciones en un país latinoamericano, al comprobar como un recién llegado al mercado absorbía el tráfico de contenidos, sin otra explicación que la utilización de la empresa intermediaria para el encubrimiento de actividades de blanqueo y desvío de fondos hacia Europa bajo una cobertura legal.

Frente a esta realidad, contemplamos como el ciberespacio sigue ausente de los catálogos de operaciones de riesgo publicados por las diversas autoridades antiblanqueo. En ellos generalmente se identifican las operaciones sospechosas de encubrimiento de blanqueo en función de la actitud del cliente, sus vínculos familiares, la naturaleza del contrato o el ajuste a mercado de las retribuciones. Y esos aspectos pueden ser muy adecuados en operaciones presenciales, pero no tienen ninguna efectividad en el mundo virtual, donde el cliente es una IP, la familia no existe, el contrato es un click y el precio de las operaciones carece de referencias.

El desconocimiento existente todavía en el mundo financiero, jurídico y, especialmente, en la administración pública, sobre el ciberespacio, explica la situación en la que nos encontramos en materia antiblanqueo. Pero parece necesario que nos pongamos las pilas, porque no podemos limitarnos a perseguir el rastro de los billetes de lotería premiados mientras el mundo del juego se mueve en servidores y plataformas de pago radicados en paraísos fiscales. De lo contrario, nos exponemos a transitar por caminos que los grandes delincuentes han abandonado hace tiempo al considerarlos obsoletos.