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LA DECLARACIÓN RESPONSABLE CONTRA LA CORRUPCIÓN ADMINISTRATIVA.

La Comunidad de Madrid ha presentado una batería de medidas para la reactivación económica, entre las que destaca la implantación de la declaración responsable, con el objetivo de agilizar la burocracia. De la declaración responsable se habla poco, tal vez por no ser un mecanismo del excesivo agrado del político ni del burócrata, que siempre han preferido tener el control previo y continuo de todo lo que se mueve en su ámbito.

Así, su regulación en nuestro derecho administrativo es tardía y no se recoge, en la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, hasta la reforma introducida en 2009 con motivo de la transposición de la Directiva 2006/123/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 12 de diciembre de 2006, relativa a los servicios en el mercado interior. Tarde, y por imposición de Europa, pero ya tenemos entre nosotros esta maravillosa figura que, utilizada convenientemente, puede librar al administrado, especialmente en el ámbito del emprendimiento,  de la losa que supone ajustar su ritmo de actuación al de la administración pública. Todos conocemos proyectos viables y prometedores que han muerto en los despachos públicos, debido al aburrimiento de sus promotores y financiadores ante los innumerables trámites, plazos y dilaciones padecidos, que lograban que pasara la oportunidad y pereciera la esperanza de sacarlos adelante.

Para solucionar dichas trabas existen diversas figuras, empleadas más frecuentemente de lo que sería deseable. Así, para los pequeños trámites, los pagos de facilitación» (facilitating payments), que son pagos o regalos de pequeña cuantía hechos a funcionarios (en el ámbito privado también se dan) para conseguir favores, acelerar un trámites administrativo u obtener permisos o licencias. Para los grandes expedientes, es más utilizado el sistema de la “comisión”, de la que existen todo tipo de modalidades, habiendo adquirido gran notoriedad la conocida como “3 per cent”. Estas figuras, con mayor o menor aceptación, según los países y territorios, constituyen una lacra para la democracia, a la que es necesario combatir sin descanso.

Pues bien, el mecanismo de la declaración responsable viene a solucionar, en gran medida, ambos problemas. Frente a la lentitud administrativa, se impone el ritmo del administrado, que se libera de los plazos y trámites previos, sujetándose simplemente a la revisión posterior de las actuaciones realizadas bajo la cobertura de dicha declaración. Por otra parte, se estimula a la administración a actuar de forma rápida y diligente, para supervisar, a posteriori, la actuación del administrado, garantizando su ajuste a Derecho y al contenido de la declaración, so pena de que prescriban los plazos de inspección y, eventualmente, de sanción.

Frente a la corrupción administrativa, la posibilidad de actuar sin intermediación previa de un político o funcionario, con la potestad para agilizar o paralizar un proyecto con contenido económico, priva a éstos de cualquier posibilidad de exigir “mordidas” y, al empresario o administrado, de todo interés en ofrecerlas.

Se puede objetar que, por vía de supervisión, son posibles las actuaciones deshonestas de los que forman parte del aparato burocrático. Y es cierto, pero dichas posibilidades se restringen extraordinariamente, en cuanto sólo van a poder ser realizadas por acción, no por mera omisión como sucedía sin ellas (el expediente se dejaba “descansar” en el cajón hasta que se “engrasara” al responsable de su tramitación). Además, los cauces de revisión de cualquier sanción administrativa, que pudiera ser utilizada como mecanismo de coerción del administrado de forma torticera, limitan la posibilidad de utilizarlos de forma corrupta.

Demos la bienvenida, pues, a la difusión de esta figura, y esperemos que su uso se generalice, en beneficio de la eficacia y corrección de la actuación administrativa.

La ley de Secretos Empresariales y el Compliance.

El pasado miércoles entró en vigor la Ley 1/2019, de 20 de febrero, de Secretos Empresariales, transposición de la Directiva UE 2016/943 de Secretos Comerciales.

La nueva Ley es relevante, en materia de Compliance, en relación con los tipos penales recogidos en los artículos 278 y 279 del Código Penal, relativos al apoderamiento y revelación de secretos de empresa, dentro de los delitos contra el mercado y los consumidores. El alcance de dichos preceptos, con un contenido difuso y de elaboración jurisprudencial,  queda ahora delimitado por el concepto de secreto empresarial regulado en la Ley.

La Ley define el secreto empresarial por la concurrencia de tres condiciones:

  • Que la información sea secreta, es decir, no generalmente conocida en el sector.
  • Que tenga un valor empresarial, real o potencial, precisamente por ser secreta.
  • Que su carácter secreto haya sido protegido por su titular.

Es importante no confundir el secreto empresarial con los derechos de propiedad intelectual o industrial, que recaen sobre creaciones que son públicas y están dotados de mecanismos de protección específicos.

Así, el concepto de secreto de empresa comprenderá aquellos secretos de naturaleza técnica o industrial no patentables, los relativos a la actividad comercial (fondo de comercio, precios y condiciones de servicio, planes de marketing y expansión…) y los relativos al Know-How (como la organización productiva y laboral). Estos elementos, fundamentales para la competitividad de las empresas, son especialmente vulnerables por diversos motivos.

En primer lugar, por ser especialmente codiciados por la competencia. Pero, además, por la dificultad que entraña su protección. La organización, procesos y planes de producción y ventas de la empresa  no sirven de nada si se guardan en una caja fuerte, y su implementación implica necesariamente su conocimiento por un número elevado de personas de la organización. Lo anterior, unido a la necesidad, en muchos casos, de hacer partícipes de los secretos a terceros y al alto grado de movilidad del personal de las empresas, convierte la seguridad en un auténtico quebradero de cabeza.

Desde el punto de vista del Compliance penal, se nos plantean dos cuestiones relevantes:

  • Evitar cualquier conducta que pudiera ser constitutiva de obtención de secretos empresariales de terceros.
  • Proteger nuestra información, evitando que pueda ser revelada a terceros y, en el caso de que esto sucediera, haciéndola susceptible de protección en el ámbito penal.

Respecto a lo primero, va a ser fundamental el compromiso ético de directivos y gerentes en el respeto de los pactos de confidencialidad respecto a la información de terceros, así como en el uso de información de procedencia dudosa, que pudiera suponer una ventaja competitiva. Y ello, porque dicho uso implica el riesgo de incurrir de lleno en los tipos penales relativos al descubrimiento de secretos.

Respecto a lo segundo, se requiere un cambio importante en la forma de tratar la información propia. Porque, como dice la Ley, la información empresarial secreta solo tiene tal carácter si es protegida por la empresa. Eso supone la adopción de medidas que van más allá de la firma de compromisos de confidencialidad y la aplicación de medidas de seguridad informática.

Será necesario, fundamentalmente, clasificar nuestra información, distinguiendo entre la que tiene carácter confidencial y la que carece de él. También habrá que establecer los protocolos de acceso y uso de la información que previamente hayamos calificado como secreta. Así, para la efectividad de las leyes que protegen  los secretos empresariales, es inexcusable una actuación proactiva de los sujetos titulares del bien jurídico protegido. La propia Ley excluye del ámbito de su protección aquella información que las empresas no se molesten en proteger.

En conclusión, la Ley parece oportuna y necesaria, y ofrece una protección que puede desplegar sus efectos.  Pero solo en tanto en cuanto se genere en las empresas un cambio de cultura respecto a la importancia de nuestros activos inmateriales, y de los ajenos, y la necesidad de esforzarse en su salvaguarda. Para ello deberemos integrar esta tarea entre los planes de seguridad y, por supuesto, los de Compliance.

La implantación de los modelos de compliance: resistencias.

 

En la actualidad, nadie duda de la conveniencia y eficacia de la implantación de modelos de compliance penal en las empresas y organizaciones. ¿Nadie? En teoría puede parecer así, pero a la hora de llevarlos a la práctica, nos encontramos con que nunca falta alguien dispuesto a poner palos en la rueda del sistema. Las causas de esto son variadas. Además de la resistencia al cambio presente en muchas organizaciones, podemos señalar algunas.

En primer lugar, el desconocimiento de las implicaciones de un modelo de compliance verdaderamente eficaz. En ocasiones, la dirección de la empresa, al conocer que el plan va más allá de una cobertura formal destinada a dar una imagen ética de cara al exterior, y supone una verdadera transformación en la operativa, sujeta a una supervisión independiente, se plantea si está dispuesta a admitirlo.

En otras ocasiones, el plan se ve frustrado u obstaculizado en el momento en que el análisis de riesgo pone de manifiesto conductas o procedimientos generadores de riesgo, de los que la propia empresa no es consciente y que requieren acciones correctoras que pueden, a corto plazo, atacar la cuenta de resultados. Y ello bien por la necesidad de hacer inversiones o bien por la necesidad de establecer restricciones en la operativa, fundamentalmente comercial. Nos referimos a los supuestos en que se revela la inconveniencia ética de contratar con determinados clientes, proveedores o áreas geográficas, o las limitaciones a políticas comerciales agresivas, de utilización de datos, etc.

Si las resistencias anteriormente mencionadas surgen, normalmente, de los niveles directivos de la organización, no hay que olvidar las que nacen en los escalones jerárquicos inferiores. Nuestra experiencia nos ha enseñado que, a veces, los empleados de la organización, al conocer el plan, recelan del mismo. Creen que se establece en salvaguarda y beneficio de la organización y en perjuicio propio, con restricciones y medidas de control que soporta, sin ninguna ventaja apreciable, el empleado cumplidor.

Los obstáculos mencionados no pueden ser desconocidos al desarrollar las actuaciones de implantación. De hacerlo podemos fracasar estrepitosamente en el objetivo final: un modelo de compliance que disminuya significativamente el riesgo de la comisión de conductas ilícitas en la organización. Y que, en caso de que éstas se produzcan, exima a ésta, y a sus directivos honestos, de responsabilidad.

En cuanto a las resistencias al más alto nivel, hay casos en que la empresa no es ética, lo sabe, y no está dispuesta a cambiar su rumbo. aquí hay poco que hacer. En el resto de los casos no es difícil convencer a la alta dirección de las ventajas del plan, tanto a largo como a corto plazo. Para ello es fundamental que se adapte a las características de la organización y se implemente sin suponer unas cargas que la empresa no está en condiciones de abordar de forma inmediata. No hace falta pasar de cero a cien en un instante. Los planes pueden y deben madurar a lo largo del tiempo, adaptándose a las características de la empresa, al tiempo que proporcionan a la misma herramientas de transformación.

En cuanto a las resistencias que se manifiestan en los niveles subordinados, es importante convertirlos en aliados. Puede lograrse mediante acciones de formación, puesto que nadie participará activamente en algo que no conoce. Y mediante acciones de concienciación, poniendo de manifiesto que el plan no solo es garantía de continuidad de la empresa que les emplea, sino la mejor garantía que el empleado ético no se verá perjudicado a título individual por las conductas del que no lo es.

Podemos concluir que los obstáculos descritos se presentarán, sin duda, en la ejecución de los planes de compliance, pero estamos firmemente convencidos de que pueden ser sorteados. Conocimiento, flexibilidad, combinada con rigor  y mano izquierda, serán las herramientas que debe utilizar el consultor para hacerles frente.

La visibilidad del canal de denuncias.

Los canales éticos son un elemento fundamental en cualquier sistema de Compliance, tal y como establece el art 31 bis 5 de nuestro Código Penal.

De los diversos aspectos que afectan a dichos canales, señalados en un post publicado en este mismo blog hace un año, http://sigmacorporate.es/es/la-implementacion-practica-de-los-canales-de-denuncias/ nos interesa reseñar ahora la importancia de darles visibilidad.

Porque, si accedemos a las web de algunas de las principales multinacionales españolas, podemos comprobar que no es tarea fácil localizar el canal de denuncias, salvo buceando a través de las páginas dedicadas al gobierno corporativo. Lo anterior resulta más llamativo al observar que, otros canales como el SAC o las direcciones habilitadas para el ejercicio de derechos en materia de protección de datos, sí se presentan con una mayor visibilidad.

Tal vez no sea razonable que un canal, que pretende ser una de las principales garantías del correcto funcionamiento del modelo de compliance, sea tratado como el patito feo de las vías de comunicación entre la empresa y terceros. Y no se trata de saturar a dichos terceros con múltiples canales, sino de dar relevancia al canal ético, más que nada porque la tiene.

Tal vez, la poca tradición en materia de compliance existente todavía en España, sea la causa de esa opacidad del canal ético, unido al temor a que se convierta en un cajón de sastre, donde se acumulen todo tipo de quejas y opiniones sobre la empresa, difíciles de gestionar por los responsables del mismo.

Pero la experiencia nos indica que los canales de denuncia suelen ser muy poco (o casi nada) utilizados, por lo que el riego de sobrecarga es, en principio, escaso. Y, sobre todo, que el elemento esencial  de la credibilidad del canal es su uso. Al igual que no es posible predicar el éxito de una carretera por la que no circulan vehículos, lo mismo puede decirse de una canal de denuncias por el que no circulan denuncias.

Si el motivo es que no hay materia que pueda ser objeto de denuncia, la organización no tendrá nada de que preocuparse. Pero si, por el contrario, hay denuncias que no llegan a la carretera por falta de una señalización adecuada, nos encontraremos con que la vía de suministro de información clave para el correcto funcionamiento del modelo no está cumpliendo su función. Y ello pone en entredicho la validez del propio modelo y, por ende, su capacidad para prevenir las conductas delictivas y exonerar de responsabilidad a la entidad.

No hace mucho, un juez me comentaba que a él lo que le interesaba del canal de denuncias era su histórico. Y lo cierto es que, un canal de denuncias en blanco, tiene poca historia que sirva de respaldo para demostrar un verdadero interés de la empresa en implementar y mantener una cultura de cumplimiento.

Por todo lo expuesto, consideramos que, en lo que al canal de denuncias se refiere, es mejor pecar de exhibicionismo que de pudor, y que darle una presencia destacada en nuestros medios de comunicación con terceros (la página web será normalmente la clave) va a redundar siempre en beneficio de la entidad.

Alegaciones a la modificación de la Ley 10/2010 de Prevención del Blanqueo.

El pasado 16 de enero se cerró el trámite de información pública de las modificaciones para adaptar la Ley 10/2010 de Prevención del Blanqueo de Capitales y su Reglamento a la IV Directiva Europea en la Materia

ASEBLAC ha participado en dicho trámite, formulando algunas propuestas que consideramos pueden ayudar a una mejor aplicación de la norma.

Antes de entrar en materia, no está de más resaltar que no parece muy adecuado simultanear la aprobación de la reforma de la Ley con la del Reglamento. Y ello porque los trámites son distintos y se sustancian en sedes distintas, la primera en vía parlamentaria y la segunda en vía gubernativa. Si consideramos la jerarquía normativa, hay que prever la posibilidad de que el Parlamento introduzca modificaciones en la Ley que contravinieran las modificaciones propuestas en el Reglamento, con lo que éste adolecería de una causa de nulidad, al ser “contra legem”, o tendría que ser modificado, lo que implicaría volver al principio. Pero las prisas priman y parece que se da por hecho que las reformas propuestas salgan del Parlamento tal como entraron, lo que no deja de ser un síntoma del poco respeto que se le tiene en nuestro país al órgano depositario de nuestra soberanía.

Al margen de lo anterior, consideramos que las reformas parecen relevantes y, en muchos aspectos, acertadas. En cualquier caso, había que adecuar nuestra norma a la Cuarta Directiva por lo que el margen de maniobra es pequeño.

No obstante, algunas de las propuestas son llamativas, y revelan una cierta tendencia a trasladar obligaciones a los sujetos que participan en el terreno de juego de la Prevención sin pensar en las consecuencias y costes que pueden suponer.

En el tema de las franquicias, no parece que el legislador haya entendido la naturaleza del contrato y las relaciones franquiciador-franquiciado, imponiendo al primero una serie de obligaciones que no le competen, dada su falta de relación con el cliente final.

En materia de PEPs, al margen de la exclusión de los ayuntamiento de menos de 50.000 habitantes, muchos de los cuales son mayores que algunas capitales de provincia, se echa en falta que se aborde, de una vez, una lista de PEPs con libre acceso para los sujetos obligados. Y ello porque los nombramientos son públicos y publicados, con lo que no se plantearían problemas de privacidad y, por el contrario, se facilitaría y abarataría el cumplimiento por los sujetos obligados. Además se fomentaría la seguridad jurídica y la transparencia.

El canal de denuncias, va a haber dos a falta de uno, es una mejora que parece necesaria. No obstante, no se entiende la insistencia en que dicho canal sea anónimo, cuando el debate, en otros supuestos similares, era precisamente si eran admisibles las denuncias anónimas. Además, no tiene mucho sentido establecer mecanismos de protección del denunciante si éste necesariamente ha de estar en el anonimato. Con esta salvedad, parece adecuado el establecimiento de los derechos y facultades del denunciante, que no se contempla en la normativa vigente. Pero consideramos que se debería aprobar una regulación de protección del denunciante de carácter general y transversal, que establezca unos mínimos tanto en los canales de denuncia privados como en el público.

Respecto al experto externo, se han regulado cuestiones acerca de sus incompatibilidades,  idoneidad y calidad de los informes que parecen bastante acertados. Pero se plantean dudas en cuanto a sus responsabilidades y las de los sujetos obligados que merecen una revisión en detalle para evitar que se haga recaer las consecuencias de posibles incumplimientos en quien no tiene capacidad para evitarlos.

En cuanto a las referencias a protección de datos, hechas todas a la LOPD en vigor, parece necesario tener en cuenta que dicha normativa ha sido modificada por el nuevo Reglamento General de Protección de Datos, que la sustituirá a partir del 25 de mayo. Por ello sería conveniente ajustar las referencias para evitar su obsolescencia casi “ab initio”.

Por último, y de gran trascendencia, reseñar la obligación de inscripción en el Registro mercantil de las personas físicas empresarios o profesionales que tengan la condición de sujetos obligados por prestación de determinados servicios a empresas.  Este precepto parece, en su conjunto, fuera de lugar, en cuanto que el objeto del Registro Mercantil es la inscripción de actos mercantiles con el objeto de dotar de seguridad el tráfico entre empresarios, mientras que la naturaleza de las inscripciones que se pretenden introducir en este artículo es puramente administrativa.

La regulación propuesta introduce unas restricciones de publicidad y costes que podían evitarse, abordando la cuestión mediante un registro administrativo público de sujetos obligados.

Podemos concluir que la modificación de la normativa era necesaria y la reforma va en buen camino, pero es importante tener en cuenta las inquietudes de los profesionales y sujetos obligados, que están en el día a día de la prevención, para conseguir mayores niveles de eficacia en la lucha contra el blanqueo, sin imponer obligaciones desproporcionadas que minen la eficiencia.

La Norma UNE 19601, ¿guinda del pastel de compliance?

El pasado jueves se publicó la esperada norma UNE 19601 “Sistemas de gestión de compliance penal”. Sin perjuicio de su análisis en profundidad en post posteriores, llama poderosamente la atención el título con el que se presenta: “norma que establece los requisitos para implantar un sistema de gestión de compliance penal”.

Analicemos dicho aspecto bajo el prisma de las fuentes del Derecho de nuestro ordenamiento jurídico. Estas no son otras que la ley (en sus diversas manifestaciones), la costumbre y los principios generales del Derecho, como fuentes directas, y la jurisprudencia como fuente indirecta. Pues bien, no hace falta ser un experto en Derecho para ver que las normas de certificación aprobadas por organismos privados, nacionales o internacionales, no están recogidas en nuestro sistema de fuentes.

En consecuencia, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la UNE 19601 no puede establecer los requisitos para implantar un sistema de gestión de compliance penal, porque la facultad para establecerlos corresponde al legislador, que ya lo ha hecho en el artículo 31.bis 5. Del Código Penal. Y no solo eso, sino que carece de cualquier eficacia en orden a desarrollar, interpretar y, mucho menos, modificar o restringir, los requisitos exigibles a un modelo de gestión de compliance.

Dicho lo anterior, cabe preguntarse sobre los efectos que puede desplegar la certificación de un modelo de gestión de riesgos penales. La respuesta a esta pregunta ya la dio la Circular 1/2016 de la Fiscalía General del Estado, al señalar, en su apartado 5.6., que ”las certificaciones sobre la idoneidad del modelo expedidas por empresas, corporaciones o asociaciones evaluadoras y certificadoras de cumplimiento de obligaciones, mediante las que se manifiesta que un modelo cumple las condiciones y requisitos legales, en modo alguno acreditan la eficacia del programa”. Poco cabe añadir a tan rotunda manifestación, que expresa la posición del órgano que constitucionalmente tiene atribuida la misión  de “promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley”.

De lo expuesto no se deduce que la certificación de un sistema de gestión no sea conveniente o útil, sino que hay que ponerla en su justo sitio. Según la misma Circular 1/2016, las certificaciones “podrán apreciarse como un elemento adicional más” de la observancia de que el modelo cumple los requisitos necesarios para su eficacia. Es decir, la Fiscalía atribuye a la certificación del modelo el carácter de prueba, lo que no es poco, en principio. Pero hay que reseñar que dicha prueba no tiene un valor especial respecto a cualquier otro de los medios de prueba de nuestro Derecho. Y ello lo deja muy claro la Circular, al señalar que las certificaciones no sustituyen la valoración de la eficacia del programa, que “de manera exclusiva compete al órgano judicial”. Así, la opinión del juez no va a verse limitada, condicionada o predeterminada por la certificación, cuya hipotética validez puede ser destruida por cualquier otra prueba.

Y así, lo que deben tener claro los operadores jurídicos y los sujetos que implanten un sistema de compliance es que un sistema certificado conforme a la UNE 19601 puede no ser válido (aunque es menos probable) y, por el contrario, un modelo no certificado puede ser perfectamente válido y desplegar todos sus efectos. Esto es muy importante reseñarlo para evitar dos problemas que puede plantear la aprobación de la «Norma”. Por un lado, la sensación de falsa seguridad que podría generar, en una persona jurídica, el disponer de un sistema certificado. Y por otro, las trabas que puede suponer, a la hora de decidir la implantación de un sistema de compliance, pensar que la no certificación del mismo va en menoscabo de su validez.

En conclusión, las certificaciones pueden ser una buena guinda para un programa de compliance, pero si el pastel es malo, no habrá guinda que lo arregle.

El Libro blanco sobre la función de Compliance: una oportunidad perdida.

La semana pasada tuvo lugar la presentación del “Libro blanco sobre la función de Compliance”, en el seno de la Asociación Española de Compliance, que integra a un buen número de reputados profesionales en la materia. Lo novedoso de la iniciativa la dota de un innegable atractivo que, sin embargo, no se ve favorecido por el contenido del Libro, como señalamos a continuación.

La lectura del preámbulo origina cierta confusión, al presentarse como una herramienta para identificar los aspectos esenciales de la función de Compliance, ayudando a los profesionales integrados en ella a concretar sus contenidos esenciales. Al margen de la ambición del mismo, por Libro Blanco suele entenderse una guía básica que emana de una autoridad. Y el elemento de autoridad está ausente del citado texto, en cuya elaboración no participa ninguna de las autoridades o poderes de los que emana nuestro sistema de compliance: ni el poder legislativo, encargado de crearlo, ni el ejecutivo, capaz de desarrollarlo, siempre con los límites derivados de nuestro sistema de fuentes, ni el judicial, competente para aplicarlo.

En suma que parece que  nos encontramos ante un White Paper en su versión comercial. Pero sería interesante que los autores lo hubieran dejado claro desde el principio, para no inducir a confusión a los destinatarios.

En cualquier caso, la confusión inicial va dando paso a la sensación de perplejidad al intentar descifrar el contenido del texto. Porque, desde el principio, recuerda la anécdota atribuida a D. Eugenio D´Ors que, tras dictar un párrafo a su secretaria, le preguntaba: “¿Se entiende?” Y, si ella respondía afirmativamente, replicaba: “Entonces oscurezcámoslo”.

Así podemos comprobar que el Libro Blanco está plagado de párrafos oscuros. Como botón de muestra el apartado inicial, que define la función  de compliance de la siguiente forma:

La función de compliance asume las tareas de prevención, detección y gestión de los riesgos de compliance, mediante la operación de uno o varios Programas de compliance”.

Parece que la regla de no utilizar la palabra definida dentro de la definición no es del agrado de los autores, porque la omiten deliberadamente a lo largo de todo el libro. El párrafo citado se explica con unas notas aclaratorias bastante peculiares:

“Nota 1- La función de compliance se asocia a la operación del Programa de Compliance que tenga asignado.

Nota 2. En cuanto a la concurrencia de varios programas de compliance, véase la Nota 2 al apartado 1.3.

Nota 3. La cultura de cumplimiento o cultura de compliance guarda relación con el respeto y compromiso con los objetivos de compliance que pueden estar recogidos en las Políticas de Compliance traduciéndose en conductas alineadas con ellos.

Nota 4. La función de Compliance contribuye a promover la cultura de cumplimiento en el seno  de la organización…”

Por si a alguien le hubiera aclarado algo semejante galimatías, el apartado segundo dice que “Son riesgos de compliance los relacionados con el incumplimiento de las obligaciones de compliance, esto es aquellas que una organización debe cumplir, y también las que elige voluntariamente cumplir”.

Y, como colofón, el apartado 3 añade que “la organización determina las obligaciones de compliance cuyo riesgo de incumplimiento prevendrá, detectará y gestionará la función de compliance a través de uno o varios Programas de compliance”.

La perplejidad, que va en aumento a medida que se avanza en la lectura del texto, se torna en hilaridad al comprender, finalmente, su sentido: no se trata de un Libro Blanco sino de un enorme palíndromo. Efectivamente, da igual leerlo de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, porque siempre dice lo mismo. En sus escasas 51 páginas (42 si se excluyen las que están en blanco y el anexo de referencias), repite la palabra “compliance” nada menos que en 528 ocasiones. Si consideramos que palabras como “función” (234), “programa” (152), “organización” (156) y otras se repiten igualmente hasta la extenuación, podemos llegar a la conclusión que el Libro Blanco, es más bien, un “libro en blanco”.

En suma, el Libro blanco sobre la función de Compliance no pasa de ser una mera excusa para la promoción de sus autores. Y aunque es legítima cualquier acción de marketing para tratar de elevar tu producto, no queda tan claro que ello se deba realizar a costa de introducir confusión en una materia de tanta trascendencia como la que nos ocupa. En este sentido, es bastante orientativo que, por ejemplo, el nuevo Reglamento General de Protección de Datos, importante en el aspecto del compliance relativo a la privacidad, imponga a los responsables la obligación de redactar sus cláusulas con claridad.

Otro aspecto cuestionable es la importancia que se da en dicho Libro a la posibilidad de establecer múltiples programas de compliance en una organización, coordinados a través de una “superestructura transversal de compliance”. Esta opción, que igualmente se menciona hasta la saciedad, choca frontalmente con la línea que siguen otras normas sectoriales en materia de compliance. Así, en materia de prevención de blanqueo de capitales, la tendencia es establecer manuales y procedimientos a nivel de grupo, armonizando y simplificando las obligaciones de los miembros de la organización, en lugar de crear un arsenal de subsistemas distintos.

No parece muy oportuno, especialmente en el estado, aún precario, en que se encuentra la materia en España, que prediquemos la necesidad de multiplicar las estructuras de compliance, para poder crear superestructuras transversales. Salvo que queramos incrementar nuestra factura, a costa de despistar definitivamente a los destinatarios de los programas de cumplimiento.

Por ello sería importante que, quienes operamos en el mundo del compliance, contribuyéramos a ayudar, a quienes tiene que implementar los programas, a un mejor cumplimiento de sus obligaciones, de una forma sencilla y asumible.

Y que tengamos claro que las directrices en materia de compliance no son de patrimonio privado, sino que tendremos que empeñar nuestro mejor saber y hacer al servicio de empresas y organizaciones, con la vista siempre puesta en los dictados de aquellos a quienes nuestro ordenamiento atribuye la potestad de enjuiciar la validez de la función de compliance: las autoridades y, sobre todo, los jueces y tribunales.

Es cierto que nuestro ordenamiento jurídico atribuye a la doctrina científica un papel no desdeñable en la tarea de interpretar y aplicar el derecho. Pero esa tarea debe abordarse de forma rigurosa, con una correcta fundamentación jurídica, y en aras de su operatividad práctica. No para cubrir la materia de una espesa niebla de palabrería, que no aporta más que ruido y confusión, sino para tratar de añadir valor, desde el punto de vista del desempeño ético, a los diversos actores del tablero del compliance y a la sociedad en su conjunto.

Con todo, lo que más se puede reprochar a este Libro blanco no es lo hueco de su contenido, sino la magnífica oportunidad que se ha desaprovechado para clarificar conceptos faltos de concreción y sugerir e introducir soluciones en las facetas de compliance (autonomía del OCI, régimen sancionador, mapeo de riesgos, medidas de prevención, etc.) que están todavía difusas por la existencia de vacíos legales.

¿Obligación de identificar a los proveedores en la prevención del blanqueo de capitales? No nos liemos.

Con cierta sorpresa, hemos conocido alguna consulta del SEPBLAC en la que se informaba, a sujetos obligados en materia de PBC/FT, de la necesidad de aplicar medidas de diligencia debida a los proveedores. La fundamentación dada a dichas consultas se basa en los artículos 3.1 de la Ley 10/2010 de Prevención del Blanqueo de Capitales y de la Financiación del Terrorismo y 4.1. del Reglamento, que establecen que “los sujetos obligados identificarán a cuantas personas físicas o jurídicas pretendan establecer relaciones de negocio o intervenir en cualesquiera operaciones….”

De una interpretación literal de estos preceptos podemos llegar, efectivamente, a la conclusión de que los sujetos obligados tienen que aplicar los procedimientos de diligencia debida a clientes y proveedores, ya que no distinguen entre unos y otros. Pero no debemos olvidar que, en la aplicación del derecho, no existe un único criterio interpretativo sino varios, que deben ser utilizados de forma conjunta. Concretamente, nuestro Código Civil, en su artículo 3.1, distingue entre la interpretación gramatical o literal, la lógica, la sistemática y la histórica.

Así, desde el criterio de interpretación lógico, lo primero que debemos plantearnos es por qué la Ley y el Reglamento no utilizan en los artículos citados el término “clientes”, sino el más amplio de “cuantas personas físicas o jurídicas pretendan establecer relaciones de negocio o intervenir en cualesquiera operaciones”. Planteada la cuestión, la respuesta es simple: la obligación de identificar es previa a la adquisición de la condición de cliente, como establece el propio artículo 3 de la Ley en su apartado 2. Pero es que, además, la obligación de identificación afecta no solo a clientes, sino a personas físicas o jurídicas que no son propiamente nuestros clientes, aunque están relacionados con ellos: los beneficiarios de seguros de vida, representados, premiados en sorteos, partícipes, etc. Por ello, el utilizar en dichos preceptos la palabra “cliente” daría lugar a problemas de aplicación de la norma. Pero eso no significa que debamos incluir a los proveedores, por las razones que a continuación exponemos.

Siguiendo con el criterio lógico, podemos afirmar que no tiene sentido aplicar la diligencia debida a proveedores, dado que el origen de los fondos no es otro, en las operaciones con ellos pactadas, que nuestra propia tesorería. Además, no hay ninguna diferencia apreciable, en la dinámica contractual con proveedores, entre los sujetos obligados y los no obligados. ¿Por qué debería una inmobiliaria aplicar “due diligence” a su proveedor de servicios de telecomunicaciones, o al arrendador de su local de negocio, y no debería hacerlo una superficie comercial?

Por otra parte, la interpretación sistemática de la norma pone igualmente de manifiesto que, los sujetos obligados, no tienen la obligación de identificar a sus proveedores de servicios, a pesar de lo que indica el SEPBLAC en la consulta aludida. En este sentido, nuestro ordenamiento los excluye de dicha obligación en diversos preceptos: el artículo 4 de la Ley, en lo relativo a la obligación de identificar el titular real; el artículo 5 relativo al propósito e índole de la relación de negocios, que excluye igualmente a proveedores; el artículo 6 en cuanto al seguimiento continuo; o el artículo 7, que gradúa el nivel de diligencia debida en función del tipo de cliente, relación de negocios, producto u operación, sin mencionar a los proveedores. Especialmente significativo es el artículo 52 que, al regular las infracciones, califica como grave el incumplimiento de aplicar medidas de diligencia debida a “los clientes existentes”, omitiendo toda mención a proveedores.

Para no aburrir, podemos señalar que el término “cliente” aparece citado en la Ley 10/2010  nada menos que 60 veces, mientras que el de «proveedor» solo aparece una vez y precisamente para referirse al proveedor de servicios de externalización de diligencia debida.

Si adoptamos el criterio de interpretación histórico, podemos comprobar que los antecedentes históricos y legislativos de nuestra norma apoyan, igualmente, la exclusión de los proveedores de las obligaciones de diligencia debida. No aparecen citados en las Directivas comunitarias en materia de Prevención de Blanqueo, ni en las normas de derecho comparado. Todas las políticas de prevención a nivel internacional tienen como base el principio de “Know Your Customer”, sin  que el “provider” o “supplier” merezcan ningún tipo de mención. Las recomendaciones del GAFI aluden a “clientes, países o áreas geográficas” y a “productos, servicios, transacciones o canales de envío”, dejando de lado, una vez más, a nuestros proveedores.

Por todo lo expuesto podemos concluir, sin temor a equivocarnos, que el particular criterio interpretativo del servicio de consultas del SEPBLAC no se ajusta al ordenamiento y, que en el cumplimiento de nuestras obligaciones PBC/FT, se puede dejar tranquilos a nuestros proveedores. Ello no quiere decir que no exista la posibilidad de blanquear capitales en una transacción con proveedores. Pero, si se diera el caso, no sería porque omitiéramos nuestras obligaciones de prevención, sino porque estaríamos participando activamente en una operación de lavado.

Oficinas anticorrupción: la quinta rueda del carro.

La alarma social producida por los casos de corrupción en España y su repercusión en los medios de comunicación, ha motivado la proliferación de iniciativas de todo tipo para tratar de atajarla. En este artículo nos vamos a centrar en una de ellas: la Autoridad independiente de integridad pública, incluida en una reciente iniciativa legislativa de un grupo parlamentario.

La citada Autoridad se define como un “ente de Derecho Público dotado de personalidad jurídica propia y plena capacidad pública y privada, y actuará con plena independencia orgánica y funcional respecto de las Administraciones Públicas en el desarrollo de su actividad y para el cumplimiento de sus fines.” La música suena bien pero, como veremos a continuación, no es oro todo lo que reluce.

Vamos a analizar someramente (el espacio no nos da para más) algunos aspectos de su organización y funciones:

–          En cuanto a su ámbito de actuación, se limita al sector público estatal, permitiendo la posibilidad de que proliferen agencias de todo tipo, tanto autonómicas como locales, abriendo así la puerta a los reinos de taifas y los conflictos de competencias en la lucha contra la corrupción. Si rememoramos la frase “divide y vencerás”, la corrupción ya ha dado el primer paso para vencer a quienes la combaten, dividiéndolos antes de que comience la batalla.

–          El nombramiento de su Presidente tampoco es una cuestión menor. “Se realizará por el Congreso de los Diputados por mayoría de 3/5 entre candidatos propuestos por los grupos parlamentarios entre personas de reconocido prestigio en posesión de un título superior y más de diez años de experiencia profesional en materias análogas o relacionadas con las funciones de la Autoridad”. A la vista de la experiencia en la designación por parte de nuestro Parlamento de los miembros de otros órganos como el Tribunal Constitucional y los vocales del Consejo General del Poder Judicial, el nombramiento del Presidente de este organismo, encargado de perseguir la corrupción, entre otros, de los partidos políticos cuyos diputados van a designarle, promete ser épica.

–          En cuanto a sus funciones, es una profusa mezcla de churras con merinas donde cabe de todo: iniciativas normativas, tutela de derechos, informes preceptivos en materia legislativa y en la designación de cargos públicos, facultades de la inspección de servicios, formación de empleados públicos, control presupuestario, tramitación de denuncias, competencia sancionadora, etc. Como podemos comprobar, se ha envidado a la grande sin mirar las cartas que tenemos en la mano y, sobre todo, sin pensar detenidamente en las que pueden tener otros órganos existentes en la administración, que ya ejercen las funciones descritas.

Con ser lo anterior preocupante, lo verdaderamente llamativo es la propia concepción del organismo. Porque agencias independientes se han creado en los últimos años para toda clase de materias: protección de datos, vivienda, medioambiente, etc. La diferencia fundamental entre aquellas y la Autoridad independiente de integridad pública es que las primeras tienen, como no podía ser de otra forma, tratándose de órganos de la administración, competencias en el ámbito puramente administrativo.

En cambio, este ente pretende nada menos que erigirse en Autoridad en cuestiones que entran plenamente dentro del ámbito penal. Así, el proyecto de ley, le otorga competencias para investigar o inspeccionar “el uso irregular de fondos públicos”, o “sancionar infracciones” de las establecidas en la propia ley, entre las que se encuentran nada menos que “los hechos que puedan ser constitutivos de delito o o infracción administrativa, en particular delitos contra la Administración Pública o contra la Hacienda Pública”.

El disparate legislativo no puede ser mayor, y demuestra que nuestros nuevos legisladores se han lanzado a dictar leyes sin haberse molestado en leer las ya vigentes. Porque nuestra Constitución y nuestras leyes atribuyen la potestad para sancionar conductas tipificadas como delitos, en exclusiva, a los jueces y tribunales. En este sentido basta con recordar el  art. 23.1 de la LOPJ, según el cual “corresponderá a la jurisdicción española el conocimiento de las causas por delitos y faltas cometidos en territorio español o cometidos a bordo de buques o aeronaves españolas”. Y los tribunales que ejercen dicha jurisdicción ya tienen como colaboradores a órganos como la fiscalía y las fuerzas de seguridad, sin que quepa atribuirle ninguna potestad independiente a la supuesta Autoridad anticorrupción.

Este “pequeño” obstáculo no le pasa del todo desapercibido a los promotores de la iniciativa que, en el apartado dedicado a la delimitación de funciones, establecen: “en el supuesto de que la autoridad judicial iniciase un procedimiento para determinar la relevancia penal de unos hechos que constituyan a la vez el objeto de actuaciones de investigación de la Autoridad Independiente de Integridad Pública, esta deberá cesar en su actuación tan pronto sea requerida por dichas autoridades o tenga conocimiento del inicio de cualquier procedimiento por parte de aquellas.” ¡Faltaría más!

Lo que parecen haber olvidado los autores de la iniciativa es que, en nuestro ordenamiento, cuando algún órgano administrativo, en el ejercicio de sus funciones, detecta una actividad susceptible de ser constitutiva de delito, debe abstenerse inmediatamente de actuar, pasando el tanto de culpa a la jurisdicción penal competente sin necesidad de requerimiento alguno. La creación de un órgano administrativo, que investigue y sancione ilícitos penales, es una patada en toda regla al principio constitucional de separación de poderes.

Se puede objetar a los argumentos anteriores que el invento no es nuevo y, por ejemplo, lleva funcionando algunos años en sitios como Cataluña, donde existe la Oficina Antifrau de Catalunya. A ello hay que responder que la Oficina Antifrau no pretende constituirse como Autoridad sancionadora sino que, por el contrario, se configura como un órgano con aspiraciones más modestas, y cuyas actuaciones de investigación deben cerrarse en cuanto se aprecien indicios de delito, momento en el que se trasladarán a la autoridad judicial o al ministerio fiscal.

En cualquier caso, y a pesar de sus limitadas pretensiones, las cifras de la Agencia Antifrau de Catalunya no invitan al optimismo. Como botón de muestra, y según los datos publicados por la misma, en 2016 se recibieron 174 denuncias y se llevaron a cabo 17, sí, diecisiete actuaciones de investigación. Notable logro, teniendo en cuenta que su presupuesto es de algo más de 5 millones de euros, lo que arroja un coste por cada actuación de investigación de unos 300.000 €. Por cierto, solo 3 de dichas actuaciones acabaron con una comunicación a la fiscalía.

Lo verdaderamente asombroso es que, la propia Agencia, reconoce tener 147, sí, ciento cuarenta y siete, investigaciones pendientes de resolver. Si continúan al ritmo de 2016, se pondrán al día dentro de casi una década, en el poco probable caso de que no entre ninguna más.

En suma, que la famosa Autoridad independiente de integridad pública, si se llegara a constituir, lleva el camino de convertirse en un nuevo elefante burocrático, donde gastar dinero público y colocar gente. Y todo para añadir confusión a la lucha contra la corrupción, y ser el sumidero por donde se pierdan, hasta la prescripción de los delitos, las denuncias que deberían ponerse en manos de los órganos judiciales independientes, que ya existen, y que tienen atribuida por Ley la represión de las conductas corruptas.

Lo anterior no quiere decir que no se dicten nuevas normas para la persecución de los actos que tanto daño hacen a la credibilidad de nuestras instituciones y a la propia democracia. Pero se trata de tomar medidas legislativas meditadas y ajustadas al ordenamiento vigente, requisitos imprescindibles para su eficacia. Esta supuesta Autoridad independiente se asemeja más, usando las palabras de Shakespeare, a “un cuento contado por un idiota lleno de ruido y furia”.

Análisis de riesgo en los modelos de compliance: criterios objetivos de valoración.

El artículo 31.bis 5 del Código Penal exige que los modelos de compliance cumplan el requisito de “identificar las actividades en cuyo ámbito puedan ser cometidos los delitos que deben ser prevenidos”, esto es, la necesidad de un adecuado mapa de riesgos penales de la organización, como base del modelo.

Podemos afirmar que la fiabilidad de un mapa de riesgo penal está absolutamente condicionada por la calidad de los imputs obtenidos para su elaboración. En este sentido, no podemos fiarlo a las percepciones subjetivas de los miembros de la organización entrevistados para su elaboración. Y ello por dos razones:

–          Por el desconocimiento de dichos sujetos de los tipos penales y sus implicaciones. No parece muy razonable esperar que, un director comercial, pueda darnos la medida del riesgo del delito de corrupción entre particulares dentro de su empresa, cuando seguramente no conoce los elementos del tipo delictivo.

–          Por la percepción negativa de muchos de los responsables de la empresa a reconocer que, en su área concreta, radican riesgos relevantes. En este sentido, nuestra experiencia nos muestra, por ejemplo, cómo se tiende a considerar que, si los directivos de una empresa son buenos en su gestión operativa, lo serán igualmente en el aspecto ético. Experiencias como el caso Volkswagen son una evidencia palmaria de que las cosas no suceden así.

Ello no quiere decir que las entrevistas a los responsables de la organización no tengan valor para el mapa de riesgos. Por el contrario, son un elemento que nos van a permitir conocer datos que se escapan a las frías cifras y a las evidencias documentales de la estructura, operativa y resultados empresariales. Además, nos darán pistas esenciales sobre la existencia de una cultura de cumplimiento.

Pero deben ser complementarias de los factores objetivos de riesgo, que deben ser fijados a priori, en función de las características de la organización evaluada. Por ejemplo, el factor tamaño va a ser un factor esencial en la casi totalidad de los tipos delictivos. Así, en una empresa con un volumen de facturación elevado y operaciones en diversos países, el riesgo fiscal va a estar presente, cualquiera que sea la percepción subjetiva del Director Financiero. Luego podrá ser moderado por las medidas de prevención existentes y las evidencias de cumplimiento, pero no podemos valorarlo basándonos en preguntas del tipo “¿cree usted que el grado de cumplimiento fiscal de la empresa es adecuado?”, como frecuentemente hemos visto hacer.

Junto a la dimensión de la empresa, que deberá ser valorada, a su vez,  de distinta forma para cada delito específico (el número de empleados no tiene la misma ponderación para valorar el riesgo de delitos contra los derechos de los trabajadores que para el delito de falsedad contable) habrá que ponderar factores como la actividad, riesgo geográfico, riesgo histórico o relaciones con stakeholders, entre otros.

Ésta es la línea seguida por la circular 1/2016 de la Fiscalía General del Estado, al señalar que el análisis “identificará y evaluará el riesgo por tipos de clientes, países o áreas geográficas, productos, servicios, operaciones, etc., tomando en consideración variables como el propósito de la relación de negocio, su duración o el volumen de las operaciones”.

Si bien los criterios señalados en la Circular nos marcan la línea a seguir, hay que señalar que son criterios procedentes de la normativa de prevención de blanqueo de capitales y, por tanto, no comprenden la totalidad del espectro de los delitos imputables a las personas jurídicas.

Podemos afirmar que, una valoración  de riesgos fundamentada en criterios contrastables y cuantificables, es la piedra angular de un plan de prevención de riesgos penales. Solo así tendremos los elementos de juicio necesarios para adoptar las medidas idóneas para minimizar el riesgo. Y ello, a su vez, nos permitirá probar, en caso de producirse un ilícito en la empresa, que concurren las circunstancias para exonerar de responsabilidad a la misma, al acreditarse la adecuación del programa “para prevenir el concreto delito que se ha cometido”, y la “idoneidad entre el contenido del programa y la infracción”, en los términos de la Circular 1/2016 citada.

En conclusión, podemos afirmar que un mapa de riesgos basado en criterios y evidencias rigurosos y cuantificables es la base del éxito de un programa de compliance, siguiendo el conocido aforismo “lo que no se puede medir no se puede controlar”.

El Reglamento Europeo de Protección de Datos y las medidas de seguridad: ¿autorregulación, desregulación o abandono?

Sobre el nuevo Reglamento (UE) 2016/679 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 27 de abril de 2016, relativo a la protección de las personas físicas en lo que respecta al tratamiento de datos personales y a la libre circulación de estos datos, Reglamento Europeo de Protección de Datos para entendernos, se han vertido ya ríos de tinta, especialmente en las cuestiones más o menos novedosas relativas a la regulación del consentimiento, la privacidad por diseño y por defecto, los nuevos derechos, como la portabilidad de datos, o la figura del delegado de protección de datos.

Si bien es cierto que estas cuestiones tienen gran trascendencia (unas más que otras), se echa de menos literatura jurídica sobre un aspecto clave para el éxito o el fracaso en la garantía de los derechos de los titulares de los datos. Nos referimos a las normas relativas a la seguridad en el tratamiento de datos dentro de la UE.

En este apartado, el Reglamento, en su artículo 32, establece la obligación para el responsable y el encargado del tratamiento de “aplicar las  medidas técnicas y organizativas apropiadas para garantizar un nivel de seguridad adecuado al riesgo, teniendo en cuenta factores como el estado de la técnica, los costes de aplicación, y la naturaleza, el alcance, el contexto y los fines del tratamiento, así como los riesgos de probabilidad y gravedad variables para los derechos y libertades de las personas físicas”. Esto no resulta especialmente problemático y en términos muy parecidos se expresa el actual artículo 9 de nuestra LOPD.

El problema surge en la forma en que se van a materializar en la práctica los mecanismos efectivos de garantía de la seguridad de los datos. Porque la LOPD, a través de su reglamento de desarrollo, establecía una panoplia de medidas de seguridad, en función de la clasificación de los datos, que marcaba la senda a seguir por empresas y organizaciones en la protección de los datos que tratan. En cambio, el Reglamento europeo apenas aporta unos pocos criterios que deben cumplir los responsables del tratamiento, algunos tan imprecisos como  “la capacidad de garantizar la confidencialidad, integridad, disponibilidad y resiliencia permanentes de los sistemas y servicios de tratamiento”, y otros tan rigurosos como “el cifrado”, sin especificar qué datos deben cifrarse.

Con el fin de dar una cierta seguridad a los obligados, el Reglamento se remite a dos mecanismos específicos de prueba de la eficacia de las medidas de seguridad adoptadas: los códigos de conducta y las certificaciones.

Pues bien, respecto a los primeros, es decir a los códigos aprobados por asociaciones y organismos representativos de cada sector, no son nada nuevo,  pues ya estaban regulados por nuestra LOPD en su artículo 32. La prueba de su ineficacia es que, en los diecisiete años de vigencia de la Ley, se han aprobado apenas catorce códigos en algunos sectores aislados como el sanitario, cobros, seguros de automoción, y poco más.

Respecto a las certificaciones, los problemas que pueden plantearse son aún mayores dada la imprecisión de los criterios para determinar quién puede certificar y qué se puede certificar. Y aunque en el mundo de las certificaciones hay ejemplos de entidades rigurosas, hemos asistido en los últimos años a una pérdida de credibilidad del sector que nos hace dudar seriamente de su capacidad para garantizar la protección del derecho fundamental a la protección de los datos personales de los ciudadanos. Bien puede aplicarse al mismo la frase que precedía la entrada al infierno de Dante: “abandonad toda esperanza los que entráis aquí”.

Y más aún en cuanto que los ingresos de las certificadoras van a provenir precisamente de las empresas y entidades que tienen la obligación de cumplir las medidas de seguridad. En el conflicto entre el interés de las empresas y entidades por tratar los datos personales de los ciudadanos con el mayor beneficio propio y el menor coste de seguridad, y el de los ciudadanos en que sus datos se traten con el máximo respeto a sus derechos, el árbitro va a recibir sus emolumentos de las primeras.

Paradójicamente, el propio Reglamento, tras regular las certificaciones, dispone que serán de carácter voluntario y que “no limitarán la responsabilidad del responsable o encargado del tratamiento en cuanto al cumplimiento del presente Reglamento”. Ciertamente, para ese viaje no hacían falta alforjas.

En fin, que el Reglamento europeo parece haber optado en esta materia por una desregulación que no invita al optimismo. Recordemos, sin ir más lejos, las pésimas consecuencias de la  dejación por la Administración del mandato de la LOPD de gestionar el censo promocional y las listas de exclusión de publicidad (las famosas Listas Robinson), que dio lugar a que no hubiera forma efectiva de librarse de comunicaciones comerciales en nuestro domicilio.

Habrá que estar al desarrollo del Reglamento por las autoridades de los estados miembros, pero lo cierto es que el contenido del mismo, a priori, hace temer por la seguridad de nuestros datos y por la seguridad jurídica de quienes tienen la obligación de tratarlos con ajuste a derecho. Nubes de tormenta se ciernen sobre nuestra privacidad y sólo un desarrollo normativo riguroso y adecuado podrá disiparlas.

La lista oficial de PEPs: ni está ni se la espera.

En el magnífico foro organizado por Control Capital Net, el pasado 29 de junio, sobre sobre «Gestión de Riesgos en la Prevención del Blanqueo de Capitales» pregunté, a los representantes del Tesoro, si existía algún proyecto para la elaboración de una lista oficial de Personas con Responsabilidad Pública (los PRPs o PEPs) lo que fue contestado de forma negativa.

La cuestión no es menor, dada la relevancia que tiene identificar a los PEPs para impedir de forma eficaz el blanqueo derivado de la corrupción pública, tanto en el ámbito internacional como el interno. Así parece considerarlo nuestra Ley 10/2010, de Prevención del Blanqueo de Capitales y de la Financiación del Terrorismo, que  les dedica dos de los catorce artículos artículos que regulan las obligaciones de diligencia debida. Pues bien, una vez plasmada en la ley la obligación de someter a medidas de diligencia reforzada a los responsables de la “res publica”, lo deseable sería que, por parte del regulador, se  llevaran a cabo las actuaciones para su implementación efectiva. La tarea no parece inabordable, especialmente en lo que se refiere a los PEPs domésticos, habida cuenta de que se trata de cargos públicos cuyo nombramiento es objeto de publicación en diarios oficiales.

Desde el punto de vista de la privacidad, no debe haber  ningún obstáculo al tratamiento de los datos, pues la propia Ley 10/2010 habilita en su artículo 15 a los propios sujetos obligados, e incluso a “terceros colaboradores”, a crear sus propias listas. Mucho menos desde el punto de vista de las dificultades técnicas para su creación y mantenimiento, ya que se han abordado cuestiones infinitamente más complejas, como el Fichero de Titularidades Financieras.

Lo notable es que el artículo anime a los sujetos obligados a una tarea para la que no disponen de medios ni se esté dispuesto a facilitárselos. No imagino a los sujetos del sector inmobiliario o a los marchantes de arte (si me apuran ni al sector financiero) en la tarea de localizar a quienes “desempeñen o hayan desempeñado funciones públicas importantes en el Estado español, tales como los altos cargos de acuerdo con lo dispuesto en la normativa en materia de conflictos de intereses de la Administración General del Estado”, fichando al “alto personal de las fuerzas armadas” o identificando a “los concejales y demás altos cargos” de San Bartolomé de Tirajana, municipio que, como todos sabemos, tiene más de 50.000 habitantes (concretamente 56.698).

La única opción es acudir a las listas elaboradas por “colaboradores”, por cierto sin ninguna garantía de fiabilidad, a que se refiere el artículo 15 de la Ley, que se prestarán a “colaborar” con nosotros siempre que pasemos previamente por caja, lo que es inviable para los sujetos obligados con multitud de clientes o con pequeña capacidad de gestión o financiera.

En fin, seguiremos aconsejando a los sujetos obligados que identifiquen a los PEPs haciéndoles firmar en el KYC que reconocen serlo (cosa que la mayoría de ellos no saben). Y crucemos los dedos para que, quienes no lo hagan, no aparezcan implicados en ninguno de los casos de corrupción que, con más frecuencia de la deseada, salpican la política nacional.